jueves, 21 de mayo de 2009

Del por qué mirar




Hace un tiempo atrás, un amigo de forma epistolar me comentaba que nunca había andado por las calles de Brasil, pero que conocía literalmente hasta el perfume que emanaba de ellas gracias a sus lecturas de escritores de la zona. Fue fácil comprenderlo porque desde mucho antes yo también pensaba lo mismo, que no era necesario viajar kilómetros y kilómetros para conocer algo, sino que bastaba leer para salir al mundo y ver una parte de él.

Pero también no hay necesidad de tomar un vuelo o ir por vía terrestre para sentirse maravillado, por ejemplo, las copas de los árboles es algo digno de ver, las hojitas de otoño pendiendo frágilmente de los ramitas, otras en el suelo alzándose. El sol colándose por los árboles de las avenidas, los álamos de una carretera brillando. Las nubes en el cielo ofrecen un espectáculo que a uno le dan ganas de mantenerse ahí sin mayor deseo de algo más. La niebla de la madrugada, los pájaros en pleno vuelo, un rostro asomándose por la ventana, los campos de trigo, maíz, el cielo estrellado, la luna, un caracol en el césped, tu sonrisa de niño malvado, mi cuerpo desnudo reflejado en un gran espejo.

Por eso, miro. Por eso disfruto de algunos edificios, de algunos destellos, porque sé que nunca más nadie podrá verlo. Porque nadie más en todo el universo podrá ver esas nubes que van como plumitas por el cielo. Porque ésta individualidad y soledad es la más exacta felicidad que encuentro; sin ningún sentido ni idea que la dirija. Porque tan desprendida voy, que me siento como una hoja de otoño que se desprende de su mundo, sólo para caer, sólo para llegar a tierra y olvidarse de esa fragilidad que la mantenía atada.

martes, 19 de mayo de 2009

Del por qué ser una pececilla


La mayoría de las personas tratamos de buscar una explicación o justificación a una serie de cosas que van haciendo algo así como un relato de nuestra experiencia. Confieso que entré a la biblioteca con el presentimiento de que algo sucedería. Caminaba entre las salas de lectura como gacela atenta, cuando de pronto lo vi e instantáneamente él alzo los ojos a mi cuerpo. Una sonrisa entonces nos delataba. No era el error del universo, descrito por Duras, pero sin embargo el universo se presentaba en mí siempre como parte de la errancia. El débil armazón de la razón que me sostenía categorialmente como un sujeto pensante, no tenía mucha razón en mis andanzas de señorita burguesa y me convertía literalmente en una mujer de vida alegre. Fue así que le entregue sofisticadamente mi número de contacto y mi dirección de correo.

Entonces, espere.
Espere poco. El tiempo para la jovialidad es insignificante. Entré a su departamento, me recosté encima de la cama, me quite los pantalones, su boca llego a mi boca. Era una decisión tomada desde que lo vi sentado en la biblioteca; la justificación a mi decisión fue porque al verlo recordé ese caminar entre dos tiempos y dos ritmos. Cuando un hombre camina derecha y equilibradamente sé que no llegará muy lejos y lo sé porque creo en la literatura, sé que es una creencia muy siútica, pero desde niña llegué a esa conclusión después de leer a Nietzsche y A. de Saint-Exupéry. Pero él caminaba como si estuviese en la cubierta de un barco en medio de la tempestad, pero sin temer a la profundidad del océano. Estas posturas son de una incontrolable tentación para esta señorita alegre. Y así me encontró sobre su cama; dispuesta, ganosa, abierta a cualquier misterioso deseo que cruzara por su cabeza.

Luego vimos una serie de relatos pornográficos. Uno de ellos llamo nuestra atención. La escena era la siguiente: El imperio romano, Calígula en una gran pileta, rodeado de cuerpos masculinos y femeninos, todos ellos desnudos, a complacencia del emperador. Todos ellos, decía, eran sus pececillos. Entonces nos miramos cual poetas encontrando la palabra perfecta ¡Pececillo! ¡Pececilla!

Fue así del por qué y cómo llegue a transformarme en una Pececilla.